"Todo"
por Ingeborg Bachman |
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Cuando,
como dos petrificados, nos sentamos a comer o nos topamos de noche en la
puerta de la casa porque ambos pensamos al mismo tiempo en cerrarla, percibo
nuestra tristeza como un arco que llega desde un extremo del mundo al otro, o
sea, de Hanna hasta mí, y en el arco tensado, una flecha lista para dar en el
corazón del cielo inmóvil. Cuando regresamos a través del recibo, ella camina
dos pasos delante de mí, entra en el dormitorio sin dar las "buenas
noches", y yo me refugio en mi cuarto, detrás de mi escritorio, para
quedarme entonces con la mirada fija, su cabeza gacha ante los ojos y su
silencio en los oídos. ¿Se estará acostando, tratando de dormirse, o estará
despierta esperando? ¿Pero qué? ¡Ya que no me espera a mí!
Cuando
me casé con Hanna, no fue tanto por ella sino porque esperaba el niño. Yo no
tenía alternativa, no necesitaba tomar ninguna decisión. Estaba conmovido
porque se preparaba algo que era nuevo y que provenía de nosotros, y porque
el mundo parecía ensancharse. Igual que la luna, frente a la que uno debe
inclinarse tres veces cuando está nueva, leve y color de aliento, al comienzo
de su recorrido. Había momentos de ausencia que no había conocido antes.
Hasta en la oficina -aunque tenía más que suficiente trabajo- o durante una
conferencia, yo caía de pronto en ese estado en el que me volvía sólo hacia
el niño, hacia ese ser desconocido y fantasmal, y me dirigía a él con todos
mis pensamientos, hasta el tibio y oscuro cuerpo en el que estaba preso.
El hijo
que esperábamos nos transformó. Casi no salimos más, y descuidamos a nuestros
amigos, buscamos una vivienda más grande y nos instalamos mejor y más
definitivamente en ella.
Pero
sólo por causa del niño que estaba esperando empezó todo a transformarse para
mí; se me ocurrían cosas insospechadas, como se descubren las minas, con tal
fuerza explosiva que debería haberme espantado, pero proseguí sin percatarme
del peligro.Hanna me malinterpretaba. Porque yo no sabía decidir si el
cochecito debía tener ruedas grandes o pequeñas, a sus ojos yo parecía
indiferente. (Realmente no sé. Como tú quieras. Sí, te oigo). Cuando
estábamos en tiendas donde ella escogía gorritos, chaquetillas y pañales,
titubeando entre el rosado y el azul, entre la lana artificial y la legítima,
me reprochaba que no estaba prestando atención. Pero sí ponía atención, y
demasiada.
¿Cómo
puedo expresar lo que ocurría dentro de mí? Me pasaba como a un salvaje al
que de pronto le explican que el mundo en el cual se mueve -entre el lecho y
el fuego, entre la salida del sol y el ocaso, entre la caza y la comida-
también es el mundo que tiene millones de años de edad, que se acabará, que
ocupa un lugar insignificante entre muchos sistemas solares, que gira a gran
velocidad sobre su propio eje y simultáneamente alrededor del sol. De pronto
me vi en otro contexto, a mí y al niño, al que en una determinada fecha, a
principio o mediados de noviembre, le tocaría su turno en la vida, igual que
una vez me tocó a mí, igual que a todos antes de mí.
Sólo
hay que imaginárselo bien. ¡Toda esa descendencia!
Igual
que antes de dormir las ovejas blancas y negras (una blanca, una negra, una
blanca, una negra y así sucesivamente), una percepción que de pronto puede
ponerlo a uno torpe y atontado, y de pronto desesperadamente despierto. Nunca
había podido dormirme con esa receta, aunque Hanna, que la aprendió con su
madre, jura que es más tranquilizadora que un somnífero.
Tal vez
para muchos sea tranquilizador pensar en esa cadena: Y Sem engendró a
Arfaxad. Cuando Arfaxad tuvo treinta y cinco años, engendró a Sala, y Sala
engrendró a Heber, y Heber a Peleg. Cuando Peleg tuvo treinta años, engendró
a Regu, Regu a Serug, y Serug a Nacor, y cada uno a su vez a muchos hijos e
hijas, y los hijos siempre volvían a engendrar otros hijos, a saber:
Naco a
Taré, y Taré a Abram, Nacor y Harán. Intenté varias veces repasar este
proceso en mi mente, no sólo hacia adelante sino también hacia atrás, hasta
Adán y Eva, de quienes no es probable que descendamos, o hasta los homínidos
de quienes quizás provenimos, pero en todo caso hay un vacío en que se pierde
esta cadena, y por eso también importa poco si nos aferramos a Adán y Eva o a
otros dos ejemplares. Sólo que si no queremos aferrarnos y mejor preguntamos
para qué cada uno ha tendido su turno, no sabemos qué hacer con la cadena y
todos los engendros, ni con las primeras ni con las últimas vidas. Pues cada
uno tiene un solo turno en el juego que encuentra, y al que es impelido a
comprender: procreación y educación, economía y política, y se puede ocupar
del dinero y de los sentimientos, del trabajo y la invención y la
justificación de las reglas a que llaman pensar.
Dado
que nos multiplicamos tan confiados, tendremos que resignarnos. El juego
necesita de jugadores. (¿O acaso son los jugadores los que necesitan del
juego?) Yo también fui puesto tan confiadamente en este mundo, y ahora era yo
quien había puesto a un niño en el mundo.
Ahora
yo temblaba de sólo pensarlo.
Empecé
a mirarlo todo con relación al niño. Mis manos, por ejemplo, que alguna vez
lo tocarían y lo sostendrían, nuestra vivienda en el tercer piso, la calle
Kandlgasse, el séptimo distrito, los caminos a través de la ciudad hasta las
praderas del Prater, y finalmente todo este mundo que yo le explicaría. De mí
oiría los nombres mesa y cama, nariz y pie. También palabras como espíritu y
Dios y alma, que a mi parecer son palabras inútiles, pero no debía
ocultárselas, y más tarde palabras tan complicadas como resonancia,
diapositiva, kiliasmo y astronáutica. Me ocuparía de que mi hijo se enterara
del significado de todo y cómo se empleaba, un picaporte y una bicicleta, un
enjuague bucal y un formulario. La cabeza me giraba vertiginosamente.
Cuando
llegó el niño, naturalmente no pude aplicar mi gran lección. Estaba ahí, ictérico,
arrugado, digno de lástima, y yo no estaba preparado para una cosa: que debía
darle un nombre. A toda prisa, me puse de acuerdo con Hanna e hicimos
registrar tres nombres. El de mi padre, el del padre de ella y el de mi
abuelo.
Ninguno
de los tres nombres fue empleado jamás. Al final de la primera semana, el
niño se llamaba Fipps. Tal vez hasta yo tuve algo de culpa, pues al igual que
Hanna, inagotable en la invención y combinación de sílabas sin sentido, yo
trataba de darle nombres cariñosos, porque los verdaderos nombres no querían
cuadrar con esa diminuta criatura desnuda. En el vaivén del congraciamiento,
surgió este nombre, que al correr de los años me irritaba cada vez más. A
veces hasta acusaba al niño por ese nombre, como si pudiera defenderse, como
si no hubiera sido una casualidad. ¡Fipps! Tendré que seguir llamándolo así,
poniéndolo en ridículo hasta después de la muerte, a él y a nosotros también.
Cuando
Fipps se encontraba en su cama blanquiazul, despierto, dormido, y yo sólo
servía para limpiarle un par de gotas de saliva o de leche agria de la boca,
alzarlo cuando gritaba con la esperanza de darle alivio, pensé por primera
vez que también él debía tener algo en mente conmigo, pero que me daba tiempo
para descubrirlo, incluso que necesariamente me quería dar tiempo, como un
fantasma que aparece, vuelve a la oscuridad y regresa, con la misma mirada
inexplicable. A menudo me sentaba junto a su cama y miraba ese rostro casi
inmóvil, esos ojos de mirada perdida, y estudiaba sus rasgos como una
escritura antigua para cuyo desciframiento no había punto de referencia.
Me
alegraba darme cuenta de que Hanna se ocupaba serenamente de lo más
inmediato, le daba de beber, lo dormía, lo despertaba, le cambiaba su cama,
lo envolvía en pañales, como debía ser. Le limpiaba la nariz con palitos de
algodón y echaba una nube de talco entre sus gruesos muslos, como si con ello
se arreglarían todos sus problemas para siempre.
Después
de algunas semanas, ella trató de sonsacarle su primera sonrisa. Pero cuando
nos sorprendió con ella, la mueca fue misteriosa y no tenía relación conmigo.
También cuando dirigía, cada vez más y con más precisión, sus ojos hacia
nosotros o estiraba sus bracitos, me asaltaba la sospecha de que eso no
significaba nada y que ahora nosotros empezábamos a buscarle motivos que él
más tarde aceptaría. Ni Hanna ni quizás ningún ser humano me habría
comprendido. Pero en ese tiempo empezó mi desasosiego. Me temo que ya
entonces empezaba a alejarme de Hanna, a excluirla cada vez más y a mantenerla
lejos de mis verdaderos pensamientos. Descubrí una debilidad en mí (el niño
hizo que la descubriera) y la sensación de aproximarse a una derrota.
Yo
tenía treinta años, igual que Hanna, ella se veía tierna y joven como nunca
antes. Pero a mí el niño no me había dado ninguna nueva juventud. En la
medida en que él ensanchaba su círculo, yo reducía el mío. Me enfurecía cada
sonrisa, cada alborozo, cada grito. No tenía la fuerza de sofocar esa
sonrisa, ese gorjeo, esos gritos en su germen. Porque eso hubiera sido lo
importante.
El
tiempo que me quedaba pasó rápido. Fipps ya se sentaba derecho en el coche,
le salían los primeros dientes, lloriqueaba mucho; de pronto se estiraba, se
paraba tambaleante, cada vez con más firmeza, gateaba por la habitación, y un
día llegaron las primeras palabras. Ya no se le podía detener, y yo todavía
no sabía qué debía hacerse.
¿Qué
hacer? Antes había pensado que debía enseñarle el mundo. A partir de mis
conversaciones mudas con él, me había confundido y pensaba diferente. ¿Acaso
no podía yo ocultarle, por ejemplo, la denominación de las cosas, no
enseñarle el uso de los objetos? Él era el primer hombre. Con él empezaba
todo, y se daba por sentado que por él no pudiera alterarse todo por
completo. ¿No debía yo entregarle el mundo en blanco y sin sentido?
Yo no
tenía por qué iniciarlo en los propósitos y metas, en el bien y el mal, en lo
que realmente es y lo que sólo aparenta ser. ¡Por qué debía yo atraerlo a mi
lado, hacerlo saber y creer, hacerlo alegrarse y sufrir! Aquí donde estamos
parados, este es el peor de los mundos, y nadie lo ha entendido hasta hoy.
Pero donde estaba él, nada se había decidido. Nada aún. ¿Por cuánto tiempo
más?
Y de
repente supe: todo es cuestión de lenguaje, y no sólo de esta lengua alemana,
que fue creada junto a otras en Babel, para confundir al mundo. Pues debajo
de estas se destila otro lenguaje más, que abarca los gestos y las miradas,
el desenvolvimiento de los pensamientos y el curso de los sentimientos, y en
él se encuentra ya toda nuestra desgracia. Todo era cuestión de si podía
preservar al niño de nuestra lengua, hasta que él hubiera fundado otra y
pudiera iniciar un tiempo nuevo.
A
menudo yo salía de la casa solo con Fipps, y cuando volvía a encontrar en él
lo que Hanna había cometido con él, ternuras, coquetería, bromas, me
horrorizaba. Él se nos iba asemejando.
Pero no
sólo a Hanna y a mí, sino al ser humano en general. Sin embargo, había ratos
en que él se desempeñaba solo, y entonces yo lo observaba con fervor. Todas
las vías le daban lo mismo.
Todos
los seres lo mismo. Seguramente Hanna y yo le éramos más próximos sólo porque
constantemente nos ocupábamos de él. Le daba lo mismo. ¿Por cuánto tiempo
más?
Él
tenía temores. Pero todavía no de un alud o de una infamia, sino de una hoja
que se movía en un árbol. De una mariposa. Las moscas lo asustaban
sobremanera. Y yo pensaba: ¡cómo podrá vivir cuando todo un árbol se doble en
el viento y yo lo deje en la incertidumbre!
Se topó
con un niño vecino en la escalera, le puso una mano torpemente en medio de la
cara, se echó hacia atrás y probablemente no sabía que era un niño lo que
tenía delante. Antes gritaba cuando se sentía mal, pero cuando gritaba ahora,
se trataba de algo más. Antes de dormirse, ocurría con frecuencia, o cuando
uno lo alzaba para llevarlo a la mesa, o cuando le quitaban un juguete. Había
una gran rabia en él. Podía echarse al suelo, aferrarse a la alfombra y
vociferar hasta que su rostro se ponía azul y le salía espuma por la boca.
Cuando dormía, despertaba de pronto a gritos como si un vampiro se le hubiera
sentado en el pecho. Estos gritos reforzaban mi opinión de que todavía se
atrevía a gritar y que sus gritos surtían efecto.
¡Oh, un
día!
Hanna
daba vueltas haciéndole cariñosos reproches y tildándolo de maleducado. Lo
estrechaba contra su pecho, lo besaba o lo miraba seriamente y le enseñaba
que no debía mortificar a su madre. Era una seductora maravillosa.
Constantemente se inclinaba sobre ese río sin nombre y lo quería atraer hacia
su orilla, iba de arriba abajo por nuestra orilla y lo atraía con chocolates
y naranjas, trompos sonoros y ositos de peluche.
Y
cuando los árboles proyectaban sombras, yo creía oír una voz: ¡enséñale el
lenguaje de las sombras! El mundo es un ensayo, y basta ya de repetir este
ensayo siempre del mismo modo con el mismo resultado. ¡Haz un ensayo
diferente! ¡Déjalo ir a las sombras! Hasta ahora, el resultado había sido:
una vida de culpa, amor y desesperación. (Yo había empezado a reflexionar
acerca de todo en general, en esos casos se me ocurrían tales palabras).
Pero yo
le podría ahorrar la culpa, el amor y toda la fatalidad y liberarlo para otra
vida diferente.
Sí, los
domingos paseaba con él por el bosque de Viena, y cuando llegábamos al agua,
me hablaba una voz: ¡Enséñale el lenguaje del agua! Anduvimos sobre piedras.
Sobre raíces. ¡Enséñale el lenguaje de las piedras! ¡Arráigalo distinto! Las
hojas caían, pues era otro otoño. ¡Enséñale el lenguaje de las hojas!
Pero
como yo no conocía ni encontraba ninguna palabra de esos lenguajes, sólo
tenía mi lenguaje y no podía salirme de sus límites, lo llevaba mudo camino
arriba y camino abajo y de nuevo a casa, donde aprendía a formar oraciones y
caía en la trampa. Ya sabía formular deseos, hacía peticiones, daba órdenes o
hablaba por sólo hablar. Más adelante, en los paseos dominicales arrancaba
pajitas, recogía gusanos, atrapaba escarabajos.
Ya no
le daban lo mismo, los examinaba, los mataba si yo no se los quitaba a tiempo.
En casa desbarataba libros y cajas y su títere. Se apoderaba de todo, lo
mordía, tocaba todo y lo lanzaba lejos o lo adoptaba. ¡Oh, un día! ¡Un día
sabría!
Durante
este tiempo, en que era todavía más comunicativa, Hanna a menudo me llamaba
la atención acerca de lo que Fipps decía; ella estaba fascinada por sus
miradas inocentes y por su inocencia en el hablar y hacer. Pero yo no podía
hallar ninguna inocencia en el niño desde que había dejado de ser indefenso y
mudo como en las primeras semanas. Y en aquel tiempo seguro que no era
inocente sino sólo incapaz de expresar algo, un atado de carne delicada y de
lino amarillo, de respiración tenue, una cabezota abúlica, que embota como un
pararrayos las informaciones del mundo.
En una
calle ciega que quedaba al lado de la casa, Fipps, cuando estuvo ya más
grande, podía jugar muchas veces con otros niños. Una vez, cerca del
mediodía, cuando yo regresaba a casa, lo vi con otros tres niños agarrando
con una lata de conservas el agua que corría a lo largo del bordillo de la
acera.
Entonces
se pararon en círculo y hablaron. Parecía una deliberación. (Así deliberaban
los ingenieros acerca de dónde iniciar las perforaciones y dónde romper). Se
sentaron sobre el pavimento y Fipps, quien sostenía la lata, ya estaba por vaciarla
cuando se levantaron de nuevo y caminaron tres adoquines más allá. Pero
tampoco ese lugar parecía ser apropiado para su proyecto. Se levantaron otra
vez. Había una tensión en el aire. ¡Qué tensión tan masculina! ¡Algo debía
ocurrir! Y entonces hallaron el lugar a un metro de distancia de ahí. Se
agacharon de nuevo, callaron, y Fipps inclinó la lata. El agua sucia corría
sobre las piedras. La miraban fijamente, mudos y solemnes. Había ocurrido,
estaba consumado. Tal vez logrado. Deben haberlo logrado. El mundo podía
confiar en esos hombrecitos que lo llevaban adelante. Ellos lo llevarían
adelante, de eso estaba yo ahora completamente seguro. Entré a la casa, subí
y me ché en la cama de nuestro dormitorio. El mundo había sido llevado
adelante, el lugar desde el cual se lo llevaba adelante había sido
encontrado, siempre en la misma dirección. Yo había esperado que mi hijo
nunca encontraría la dirección. Y yo una vez, hacía mucho tiempo, hasta había
temido que no se las pudiera arreglar. ¡El tonto de mí había temido que no
hallaría la dirección!
Me
levanté y me eché unas manos de agua fría en la cara.
Ya no
quería ese niño. Lo odiaba porque ya entendía demasiado, porque ya lo veía
pisando las huellas de todos.
Yo
andaba por ahí y extendía mi odio a todo lo que provenía del hombre, a las
líneas del tranvía, a los números de las casas, a los títulos, a las
divisiones del tiempo, a toda esa enmarañada y rebuscada mezcla llamada
orden; contra el transporte de basura, contra los programas de conferencias,
los registros civiles, contra todas esas deplorables disposiciones, contra
las que ya no se podía emprender nada, contra las que nadie tampoco emprende
nada, esos altares, en los que yo había hecho sacrificios, pero no estaba
dispuesto a dejar que sacrificaran a mi hijo. ¿Cómo podía mi hijo llegar a
eso? Él no había dispuesto el mundo, él no había causado su deterioro. ¿Por
qué debía establecerse en él? Les grité a la oficina de empadronamiento, a
las escuelas y los cuarteles:
¡Denle
un chance! ¡Denle a mi hijo un solo chance, antes de que se corrompa! Rabiaba
contra mí mismo por haber obligado a mi hijo a venir a este mundo y por no
hacer nada por liberarlo. Se lo debía, tenía que actuar, irme con él, mudarme
con él a una isla.
¿Pero
dónde hay esa isla desde la cual un hombre nuevo pueda fundar un nuevo mundo?
Yo estaba preso con mi hijo y condenado de antemano a participar en el viejo
mundo. Por eso dejé caer a mi hijo. Lo dejé caer fuera de mi amor. Este niño
era capaz de todo, menos de salirse de la fila y romper el círculo vicioso.
Fipps
pasó los años jugando hasta ir a la escuela. Los pasó jugando en el verdadero
sentido de la palabra. Me parecía bien que jugara, pero no esos juegos que lo
preparaban para juegos posteriores.
El
escondite, contar y eliminar, policía y ladrón. Yo quería para él otros
juegos completamente diferentes, juegos puros, otros cuentos, diferentes a
los conocidos. Pero no se me ocurría nada, y él estaba ahora en busca de la
imitación. Se pensaría que no es posible, pero no hay salida para gente como
nosotros. Todo se divide siempre de nuevo en arriba y abajo, en bueno y malo,
en claro y oscuro, en número y calidad, en amigo y enemigo, y donde en las
fábulas aparecen otros seres o animales, adquieren de inmediato rasgos
humanos otra vez.
Dado
que yo no sabía ya cómo y en qué dirección educarlo, lo abandoné. Hanna notó
que ya yo no me ocupaba de él. Una vez tratamos de hablar sobre ello, y ella
me miró como a un monstruo. No pude exponer todo porque se levantó, me cortó
la palabra y se fue al cuarto del niño. Era de noche, y a partir de esa noche
-antes nunca se le hubiera ocurrido, como tampoco a mí- empezó a rezar con el
niño: "tengo sueño, voy a descansar.
Buen
Dios, hazme piadoso". Y cosas por el estilo. Tampoco me ocupé de eso,
pero deben haber llegado lejos en su repertorio.
Creo
que con eso ella quería ponerlo bajo alguna protección.
Cualquier
cosa le hubiera parecido bien, una cruz o una mascota, una fórmula mágica o
quién sabe qué. En el fondo tenía razón, puesto que Fipps pronto caería entre
los lobos y aullaría con ellos.
"Encomendarlo
a Dios" era tal vez la última posibilidad. Ambos lo entregamos, cada uno
a su manera.
Cuando
Fipps regresaba con una mala nota de la escuela, yo no decía una palabra,
pero tampoco lo consolaba. Hanna se afligía en secreto. Regularmente se
sentaba después del almuerzo con él y le ayudaba en las tareas, y le tomaba
la lección. Ella desempeñaba su tarea lo mejor posible. Pero yo no creía en
la buena causa. Me daba lo mismo si Fipps llegaba más tarde a la Enseñanza
Media o no, si llegaba a convertirse en algo bueno o no. Un obrero quisiera
ver a su hijo convertido en médico, un médico quiere que el suyo sea por lo
menos médico. Yo no comprendo eso. Yo no quería que Fipps fuese ni más
inteligente ni mejor que nosotros. Tampoco quería ser amado por él; no tenía
por qué obedecerme, o hacer mi voluntad. No, yo quería... Sólo debía empezar
desde el principio, demostrarme con un solo gesto que no tenía por qué imitar
nuestros gestos. No vi ninguno en él. ¡Yo había nacido de nuevo, pero él no!
Era yo el primer hombre, era yo y perdí todo el juego, no hice nada.
No
deseaba nada para Fipps, nada en absoluto. Sólo seguí observándolo. No sé si
un hombre debe observar a su propio hijo de esa manera. Como un investigador
un "caso". Yo contemplaba a este desahuciado caso humano. Este niño
que yo no podía amar como amaba a Hanna, a la que nunca dejaba caer por
completo, porque no me podía defraudar. Ella ya había sido el mismo tipo
humano que yo cuando me encontré con ella: bien formada, experimentada, un
poco especial pero no tanto, una mujer, y luego mi mujer. Yo le seguí un
proceso a este niño y a mí... a él, por haber destruido una esperanza
suprema, a mí porque no le podía preparar el suelo. Había esperado que este
niño, por ser un niño... sí, había esperado que salvara el mundo. Suena como
una monstruosidad. Y de verdad he actuado monstruosamente con el niño, pero
no es una monstruosidad lo que yo esperaba.
Sólo
que yo no había estado preparado, igual que todos antes de mí, para el niño.
No había pensado en nada cuando abrazaba a Hanna, cuando me sentía calmado en
el oscuro regazo... no podía pensar. Fue bueno desposar a Hanna; pero
después, no sólo por el niño, nunca más fui feliz con ella, sino que sólo
estaba atento a que no tuviera otro niño. Ella lo deseaba, tengo razones para
creerlo, aunque ahora no habla más de eso, ni hace nada relacionado con ello.
Se podría pensar que Hanna quisiera ahora más que nunca otro niño, pero está
petrificada. No se aparta de mí ni tampoco viene a mí. Me riñe como nunca se
debe reñir a un ser humano, porque él no es dueño de tales misterios como la
vida y la muerte. En ese entonces, a ella le habría encantado criar a un
montón de muchachos, y yo lo impedí. Ella se conformaba con todas las
condiciones, yo con ninguna. Una vez me explicó, cuando peleábamos, todo lo
que quería hacer y tener para Fipps. Todo: un cuarto más luminoso, más
vitaminas, un traje de marinero, más amor, todo el amor, quería instalar un
depósito de amor que debía alcanzar para toda una vida, por los de afuera,
por la gente... una buena formación escolar, idiomas extranjeros, estar
atentos a sus talentos. Ella lloraba y se sentía ofendida porque yo me reía
de eso. Creo que ella no pensó ni por un instante en que Fipps pertenecería a
la gente "de afuera", que, al igual que ellos, los podía herir,
ofender, perjudicar y matar, que sería capaz de una sola bajeza, y yo tenía
toda la razón para creerlo. Pues el mal, como lo llamamos, estaba en ese niño
como un tumor. Por eso, para ello no es necesario pensar todavía en la
historia del cuchillo. Empezó mucho antes, cuando tenía tres o cuatro años.
Yo llegué cuando él daba vueltas furioso y berreaba; se le había caído una
torre de tacos. De pronto interrumpió sus lamentos y dijo en voz baja y
enfático: "Les voy a incendiar la casa. Romperlo todo. A todos ustedes
los voy a romper". Lo alcé, lo puse sobre mis rodillas y le prometí
reconstruir la torre. Él repetía sus amenazas. Hanna, que se acercó, se
sintió por primera vez insegura. Lo reprendió y le preguntó quién le había
enseñado esas cosas. El respondió con firmeza: "nadie".
Después
empujó por las escaleras a un niñita que vivía en la casa. Estaba seguramente
bastante asustado, lloró, prometió no volverlo hacer, pero lo volvió a hacer.
Durante un tiempo, amenazaba con pegarle a Hanna por cualquier motivo.
También eso pasó.
Bueno,
olvido contraponer las muchas cosas bonitas que llegó a decir, lo tierno que
podía ser, lo rojo que despertaba por las mañanas. Todo eso también lo noté,
con frecuencia estaba tentado entonces a cargarlo rápidamente y besarlo, como
lo hacía Hanna, pero no quería tranquilizarme con eso y dejarme engañar.
Estaba en guardia. Pues no era ninguna monstruosidad lo que yo esperaba. No
tenía nada grande en mente con mi hijo, pero ese poquito, esa pequeña
desviación la deseaba. Claro que cuando un niño se llama Fipps... ¿Tenía que
hacerle tanto honor a su nombre? ¿Ir y venir con el nombre de un perrito
faldero?
Perder
once años de adiestramiento en adiestramiento. (Comer con la mano bonita.
Caminar derecho. Saludar con la mano. No hablar con la boca llena).
Desde
que él iba a la escuela, se me encontraba más fuera de casa que en ella. Iba
a jugar ajedrez en la cafetería o me encerraba en mi cuarto, pretextando
tener que trabajar, para leer. Conocí a Betty, una vendedora de la calle
Mariahilfer-Strasse, a la que llevaba medias, entradas al cine o algo de
comer, y la acostumbré a mí. Ella era parca de palabra, sin exigencias, y a
lo más con ganas de comer, aún con todo el desánimo con que pasaba sus noches
libres. Yo la visitaba con bastante frecuencia durante un año, me acostaba a
su lado, en la cama de su habitación amoblada, donde ella leía revistas
mientras yo bebía un vaso de vino, y luego aceptaba mis exigencias sin
extrañeza. Era la época de mayor confusión por causa del niño. Nunca dormía
con Betty, al contrario, buscaba la autosatisfacción y la liberación
fotofóbica, ambas despreciadas por la mujer y por el sexo. Para no quedar
atrapado, para ser independiente. Ya no quería acostarme junto a Hanna porque
iba a ceder ante ella.
Aunque
no me esforcé por encubrir mis ausencias nocturnas por tanto tiempo, me
parecía que Hanna no albergaba sospechas.
Un día
descubrí que no era así; ella ya me había visto una vez con Betty en el Café
Elsahof, donde nos encontrábamos a menudo después del trabajo, y dos días
después, otra vez, cuando yo hacía fila con Betty en el cine Kosmos para
adquirir las entradas. Hanna se comportó de un modo muy extraño, miró por
encima de mí como si yo fuera un desconocido, de modo que yo no supe qué
hacer. Yo la saludé con la cabeza, paralizado, avancé hasta la caja, sentía
la mano de Betty en la mía y, por más increíble que eso me parezca ahora,
entré efectivamente al cine. Después de la función, durante la cual me
preparaba para los reproches y ensayaba mi defensa, tomé un taxi para el
corto camino a casa, como si con ello aún pudiera arreglar o evitar algo.
Como Hanna no dijo una palabra, me precipité a mi texto preparado. Ella calló
tenazmente, como si yo le hablara de cosas que no le interesaban.
Finalmente
sí abrió la boca y dijo tímida que yo debería pensar en el niño. "Por
amor a Fipps...", ¡pronunció esa palabra! Yo estaba abatido por su
turbación, le pedí disculpas, caí de rodillas y le prometí el nunca más. Y
realmente no volví a ver nunca más a Betty. No sé por qué de todos modos le
escribí dos cartas, a las que seguramente no le dio importancia. No vino
ninguna respuesta. Y yo tampoco le esperaba. Como si hubiera hecho llegar
esas cartas a mí mismo o a Hanna, me desnudé en ellas como nunca antes a
persona alguna. A veces temía ser extorsionado por Betty. ¿Por qué
extorsionado? Le enviaba dinero. ¿Por qué, entonces, ya que Hanna sabía de
ella?
¡Qué
confusión! ¡Qué vacío!
Me
sentí apagado como hombre, impotente. ¡Deseaba seguir siéndolo! Si es que
había una cuenta, cuadraría a mi favor.
¡Salir
del sexo, llegar al fin, a un final, que llegara a eso!
Pero
todo lo que sucedió no trataba de mí o de Hanna o de Fipps, sino de padre e
hijo, de una culpa y de una muerte.
En un
libro leí una vez la frase: "No es condición del cielo levantar la
cabeza". Sería bueno que todos supieran de esta frase que habla de las
malas maneras del cielo. Oh, no, verdaderamente no es su manera el mirar
hacia abajo, darles señales a los confundidos de debajo de él. Por lo menos
no donde ocurre un drama tan oscuro, en el que también participa él, ese
arriba ideado. Padre e hijo. Un hijo, que eso exista, eso es lo inconcebible.
Ahora se me ocurren esta clase de palabras, porque para este oscuro asunto no
hay palabras claras; en cuanto se piensa en ello, se pierde la razón.
Asunto
oscuro: pues ahí estaba mi esperma, indefinible, que a mí mismo me parece
sospechoso, y luego la sangre de Hanna, en la que se nutrió el niño y que
participó en el nacimiento, todo junto un asunto oscuro. Y terminó con
sangre, con la sonora y luminosa sangre infantil que brotó de la herida en la
cabeza.
Él no
podía decir nada cuando yacía en esa roca sobresaliente del abismo, sólo al
alumno que llegó primero donde él, le dijo: "tú". Quiso levantar la
mano, hacerle alguna seña o aferrarse a él. Mas la mano no se levantó. Pero
finalmente, cuando unos instantes después se inclinó el maestro sobre él,
susurró:
"Quiero
ir a casa".
Me cuidaré
de creer, a causa de esa frase, que nos anhelaba expresamente a Hanna y a mí.
Pues uno quiere ir a casa cuando se siente morir, y él lo sintió. Era un
niño, no tenía grandes mensajes que dar. Pues Fipps era sólo un niño común y
corriente, nada podía interferir en sus últimos pensamientos. Los otros niños
y el maestro buscaron entonces unos palos e hicieron con ellos una camilla y
lo cargaron hasta Oberdorf. En el camino, casi inmediatamente después de los
primeros pasos, murió. ¿Falleció?
¿Expiró?
En la esquela de defunción escribimos: "...un accidente nos arrebató a
nuestro único hijo." El hombre de la imprenta que recibió el encargo,
preguntó si no queríamos poner "nuestro único y amadísimo hijo",
pero Hanna que estaba en el aparato dijo que no, que el amadísimo se
sobreentenía. Que además ya no importaba. Yo fui tan torpe de querer
abrazarla por eso; tan por el suelo estaban mis sentimientos por ella. Ella
me apartó. ¿Acaso aún me toma en cuenta? ¿Qué, por todos los cielos, me
reprocha?
Hanna,
que por tanto tiempo se había ocupado sola de él, anda irreconocible, como si
el reflector que la iluminaba cuando, con Fipps y por medio de Fipps, se
encontraba en el centro de la atención, ya no cayera sobre ella. No hay nada
más que decir acerca de ella, como si careciera de características y
atributos.
Antes
había sido alegre y llena de vida, asustadiza, tierna y severa, siempre lista
para guiar al niño, a dejarlo correr y volverlo a estrechar contra sí.
Después del incidente con el cuchillo, por ejemplo, tuvo su mejor época,
ardía de nobleza y comprensión, podía declararse partidaria del niño, de sus
errores, se hacía responsable por todo ante cualquier instancia. Él estaba en
su tercer año escolar. Fipps se había lanzado contra un compañero de clase
con una navaja. Quería metérsela en el pecho; resbaló e hirió al niño en el
brazo. Nos llamaron a la escuela y yo tuve embarazosas conversaciones con el
director, los maestros y los padres del niño lastimado. Embarazosas porque yo
no dudaba de que Fipps era capaz de eso y mucho más, pero no debía decir lo
que pensaba; embarazosas porque los puntos de vista que me obligaban a
considerar, no me interesaban en lo absoluto. Qué debíamos hacer con Fipps,
nadie lo sabía con claridad. Él sollozaba, a veces, rebelde, a veces
desesperado y si cabe un juicio: se arrepentía de lo que había sucedido. Sin
embargo, no logramos convencerlo para que fuera donde el niño y le pidiera
perdón. Lo obligamos y fuimos al hospital los tres. Pero yo creo que Fipps,
que no había sentido nada contra el niño cuando lo amenazó, lo empezó a odiar
desde el momento en que tuvo que recitar sus palabras. No había ninguna rabia
infantil sino, bajo una fuerte represión, un odio refinado y adulto. Había
logrado un sentimiento difícil que a nadie permitió conocer, y parecía como
si hubiese madurado.
Cada
vez que pienso en la excursión escolar con la que todo llegó a su fin,
también recuerdo la historia del cuchillo, como si a la distancia, estuvieran
unidas debido al shock que me recordaba de nuevo la existencia de mi hijo.
Pues, aparte de eso, ese par de años escolares se me aparentaban vacíos en mi
memoria, porque no presté atención a su crecimiento, al aumento de la agudeza
de su razonamiento y de sus sentimientos. Tal vez habrá sido como todos los
niños de su edad: salvaje y tierno, ruidoso y callado, con todas las
peculiaridades para Hanna, todo lo extraordinario para Hanna.
El
director de la escuela me llamó a la oficina. Eso nunca había sucedido, pues
aun cuando ocurrió la historia con el cuchillo, llamaron a la casa y fue
Hanna la que me enteró del asunto. Media hora después, encontré al hombre en
el salón de la compañía. Fuimos a la cafetería, al cruzar la calle. Él
intentó decirme lo que tenía que decir, primero en el salón, luego en la
calle, pero también en la cafetería sintió que no era lugar correcto. Tal vez
no exista ningún lugar correcto para informar que un niño ha muerto.
Que no
era culpa del maestro, dijo él.
Yo
asentí. Yo estaba conforme.
Las
condiciones del camino habían sido buenas, pero Fipps se había separado del
grupo, por travesura o curiosidad, tal vez porque quería buscarse un palo.
El
director empezó a tartamudear.
Fipps
se había resbalado en una roca y caído en otra más abajo.
Que la
herida en la cabeza había sido en sí misma inofensiva, pero que el médico
había encontrado después la explicación para la rapidez de la muerte. Un
quiste, que probablemente yo sabría...
Yo
asentí con la cabeza. ¿Quiste? Yo no sabía qué era eso.
Que la
escuela estaba muy conmovida, dijo el director, que se había nombrado una
comisión investigadora, comunicado a la policía...
Yo no
pensaba en Fipps, sino en el maestro que me daba lástima, y di a entender que
de mi parte no había nada que temer.
Nadie
tenía la culpa, nadie.
Me
levanté antes de que pudiéramos pedir algo, puse una moneda en la mesa y nos
separamos. Regresé a la oficina y volví a salir de inmediato a la cafetería,
para tomarme siempre un café, aunque hubiera preferido un coñac o un
aguardiente. No me atreví a tomar coñac. Era mediodía y tenía que ir a casa a
decírselo a Hanna. No sé cómo lo logré ni qué dije. Mientras nos alejábamos
de la puerta de entrada y pasábamos por el recibo, ya debió haberlo
comprendido. Fue tan rápido. Tuve que llevarla a la cama y llamar a un
médico. Estaba fuera de sí, y antes de desmayarse gritaba. Gritaba tan
terriblemente como en su parto, y yo temblaba otra vez por ella, como aquella
vez. Sólo deseaba, otra vez, que no le ocurriera nada a Hanna. Todo el tiempo
pensaba: ¡Hanna! Nunca en el niño.
En los
días siguientes, hice todas las diligencias solo. En el cementerio -yo no le
había dicho a Hanna la hora del entierro-el director dijo unas palabras. Era
un día hermoso, soplaba una suave brisa, los lazos de las coronas se alzaban
como para una fiesta. El director hablaba constantemente. Por primera vez
veía a toda la clase, los niños con los que Fipps pasaba casi cada mitad del
día, un montón de chicos que miraban apáticos de frente, y entre ellos estaba
uno al que Fipps había querido apuñalar.
Dentro
de uno existe un frío que hace que lo más próximo y lo más lejano nos quede
igual de lejos. La tumba se me alejaba junto con los circundantes y las
coronas. Vi todo el cementerio central irse muy lejos en el horizonte, hacia
el este, y aún cuando me apretaron la mano, sólo sentí presión tras presión y
veía los rostros allá afuera, igual como si los viera de cerca, pero muy
lejos, considerablemente lejos.
¡Aprende
tú mismo el lenguaje de la sombra! ¡Apréndelo tú mismo! Pero ahora, desde que
todo ha pasado y Hanna tampoco se la pasa ya sentada durante horas en el
cuarto del niño, sino que
me ha
permitido cerrar con llave la puerta que él había atravesado tan a menudo,
hablo a veces con él en el lenguaje que yo no puedo considerar bueno.
¡Mi
carricito! ¡Mi corazón!
Estoy
dispuesto a cargarlo en mi espalda y le prometo un globo azul, un paseo en
bote por el viejo Danubio y estampillas.
Soplo
sus rodillas cuando se las ha lastimado y le ayudo en su cuenta de
matemática.
Aunque
con ello no puedo devolverlo a la vida, no es sin embargo demasiado tarde
para pensar: lo he aceptado, a ese hijo.
No pude
ser amigable con él, porque yo iba demasiado lejos.
No te
alejes demasiado. Aprende primero a seguir caminando. Aprende tú mismo.
Pero
primero se debería poder romper el arco de tristeza que va de un hombre a una
mujer. Esa distancia, medible con silencio, ¿cómo podrá reducirse alguna vez?
Porque por siempre habrá, donde hay para mí un campo minado, para Hanna un
jardín.
Ya no
pienso más, sino que quisiera levantarme, cruzar el oscuro pasillo, y sin
tener que decir una palabra, llegar donde Hanna. No miro nada relacionado a
eso, ni mis manos que la han de sostener, ni boca con la cual puedo cerrar la
suya. Es poco importante con qué sonido delante de cada palabra llego a ella,
con qué color delante de cada simpatía. No para recuperarla iría, sino para
mantenerla en el mundo y para que me mantenga a mí en el mundo. Por medio de
la unión dulce y oscura. Si vendrán niños después de ese abrazo, bien, que
vengan, que estén ahí, que crezcan, que sean como todos los demás. Los
devoraré como Cronos, les pegaré como un grande y temible padre, consentiré a
esos sagrados animales y me dejaré engañar como un Lear. Los educaré como lo
exige la época, en parte para la práctica lobuna y en parte en la idea de la
moralidad y no les daré nada para llevar por el camino. Como un hombre de mi
tiempo: nada de posesión, nada de buenos consejos. Pero no sé si Hanna aún
está despierta.
Ya no
pienso. La carne es fuerte y oscura, debajo de una gran risa nocturna
entierra un sentimiento verdadero. No sé si Hanna aún estará
despierta.
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Ingeborg Bachmann (* Klagenfurt (Austria), 25 de junio de 1926 - † Roma (Italia), 17 de octubre de 1973) fue una poeta y autora austríaca. Es una de las más destacadas escritoras en lengua alemana del siglo XX.
Obra selecta
§
"Die Wahrheit ist dem Menschen zumutbar" (ensayo poético, en una
presentación de premios alemana 1959)
§
Simultan (recopilación
de historias, 1972). Tr. de Juan J. del
Solar: Tres senderos hacia el lago, Alfaguara, 1987.
§
Todesarten (projecto
de ciclo de novelas, inacabado)
§
Últimos poemas,
Hiperión, 1999
§
Ansia y otros cuentos, Siruela, 2005.

Obra complementaria
§
Last Living Words: The
Ingeborg Bachmann Reader, traducido al inglés
por Lilian M. Friedberg: Ed. Green
Integer, 2005.
§
Letters to Felician (cartas a un corresponsal imaginario, escrito en 1945,
publicado póstumamente). Editado y traducido al inglés por Damion
Searls: Green Integer Books, 2004.
§
Debemos encontrar frases verdaderas, México, UNAM, 2000 (or. 1983), entrevistas.
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