
La biblioteca de Babel guarda libros de arena
La digitalización de fondos bibliográficos revoluciona la transmisión del conocimiento
JAVIER RODRÍGUEZ MARCOS
Primero fue el libro de arena. Luego, la biblioteca de Babel. "El número de páginas de este libro es exactamente infinito. Ninguna es la primera; ninguna, la última". Así describía el famoso relato de Borges, de quién si no, aquel volumen interminable que, igual que Indiana Jones con el Arca de la Alianza, el narrador, horrorizado, termina camuflando en los anaqueles de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires. Escrito en 1975, el cuento habla de un libro ficticio pero, pasado el tiempo, resulta imposible no leerlo pensando en internet, una red que, según el portal NetCraft (aunque también las cifras parecen de arena), en febrero de este año sobrepasó los 158 millones de sitios web en todo el mundo. Con la extensión planetaria del ciberespacio renació la vieja pretensión de reunir todo el conocimiento generado por la Humanidad. La Biblioteca de Alejandría, mítica depositaria del saber de la Antigüedad, albergaba quinientos mil rollos de texto que hoy ocuparían cerca de un millón de megabytes. Nada desdeñable pero nada del otro mundo si tenemos en cuenta que la no menos mítica Biblioteca del Congreso de Estados Unidos alcanzó a principios de este siglo los 20 millones de megas (en un CD convencional caben 700 megas).

El 4 de julio de 1971 el estadounidense Michael Hart colgó en una antecedente rudimentaria de la actual internet la versión digitalizada de la Declaración de Independencia de su país. Acababa de nacer la primera biblioteca virtual, el Proyecto Gutenberg (www.gutenberg.net). Aunque el proyecto tardó veinte años en arrancar cabalmente, actualmente cuenta con un catálogo de más de 24.000 documentos. "Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto. No había problema personal o mundial cuya elocuente solución no existiera". Es, otra vez, Borges, esta vez en La Biblioteca de Babel, un relato de 1941 que forma parte de la misma familia delirante y megalómana que El inmortal, Funes el memorioso o Del rigor en la ciencia. "Las invenciones de la filosofía (véase, la técnica) no son menos fantásticas que las del arte", había advertido el propio escritor argentino.


La arrolladora iniciativa del buscador tuvo, además, beneficiosos efectos secundarios. El miedo al monopolio del gigante americano aceleró la creación de la siempre soñada Biblioteca Digital Europea (www.theeuropeanlibrary.org), que da acceso a varias bibliotecas nacionales del Viejo Continente, entre ellas la española. En España, con todo, una de las bibliotecas virtuales más activas se llama, cómo no, Miguel de Cervantes (www.cervantesvirtual.com). En el nombre termina lo previsible. Nacida en 1999, la biblioteca cuenta con 30.000 registros bibliográficos, de los cuales la mitad son libros completos. En el último año, además, ha servido 146 millones de páginas, con Estados Unidos como segundo país por el número de consultas. Pero la cantidad, con ser importante, no es lo más llamativo de un sitio web que ha trasladado con agilidad al ciberespacio todos los elementos de una biblioteca convencional: catálogo general, portales temáticos, bibliotecas de autor, hemeroteca, videoteca, desiderata, tertulias, tablón de anuncios, fonoteca y hasta un portal con la lengua de signos. Cada lector, además, puede crear su propia página personalizada con ficha para comentarios, historial y marcadores para volver a la lectura de cada libro en la página en la que se abandonó. Como toda la vida pero, en ocasiones, a miles de kilómetros de distancia (2.127 páginas, por ejemplo, se consultaron desde Madagascar; 768 desde Mongolia).
En la era digital, el lugar del texto y el lugar del lector pueden estar separados. Es lo que apunta en Las revoluciones de la cultura escrita el historiador Roger Chartier, que suele recordar una anécdota protagonizada por André Miquel, ex administrador de la Biblioteca Nacional de Francia. Alertado por un lector de que era imposible acceder a un determinado texto bajo ninguna de sus formas (en papel, microfilmado...), acudió a los conservadores de la biblioteca: "Denme ese libro; voy a destruirlo inmediatamente". Ante el horror de sus interlocutores, Miquel expuso sus razones: dado que aquel documento no podía ser difundido como impreso ni transferido a otro soporte, es decir, dado que nadie ya podría leerlo nunca, ¿qué sentido tenía conservarlo? –
15/03/2008
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